Sin saber muy bien hacia dónde va, ni con quién va, ni por qué va, sin importarle mucho siempre que sea hacia delante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante. Javier Cercas, "Soldados de Salamina".

viernes, 8 de abril de 2011

La conjura de los dioses

   El barco apareció varado en la playa. Yacía escorado de su costado izquierdo sobre la orilla, con la mitad de los remos rotos y astillados, mostrando gran parte del casco. La gran vela rectangular estaba hecha jirones. La embarcación era grande, unos cien codos, con la proa en forma de una cabeza de caballo. La popa estaba sumergida en el agua, seguramente tendría la apariencia de una cola de pez. Sin duda era un Gauloi, un barco fenicio que había sido sorprendido por el temporal. Con la ayuda de una cuerda escaló hasta la cubierta e inspeccionó la nave. Caminó despacio con gran dificultad entre los cabos y trozos de maderas rotas, aparentemente no había nadie, ni rastro de la tripulación. Encontró una portezuela que seguramente conduciría a la bodega, parecía estar cerrada, sin embargo tras un poco de forcejeo pudo abrirla y penetrar en ella. Estaba oscura, una tenue luz se filtraba por las rendijas del maderamen, así que esperó un poco hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Había fardos amontonados hacia el flanco en el que se inclinaba la embarcación. El lugar estaba anegado y había que tener cuidado de no herirse con alguna astilla. Descubrió cuerpos inertes junto a los bultos. Pensaba en la carga que acababa de encontrar y en como iba a transportarla a tierra cuando le pareció escuchar un sonido, algo parecido a un quejido. Se dirigió hacia el lugar donde se escuchaba lo que parecía un lamento y descubrió entre los sacos el cuerpo de un hombre. Estaba vivo, con mucho cuidado intentó levantarle pero un grito de dolor le cortó en seco: tenía una pierna aprisionada entre uno de los sacos y un tablón de madera. Con mucho trabajo apartó la pesada carga y liberó la extremidad, no había rastro de sangre pero parecía estar rota. Como pudo y al cabo de un buen rato llevó al hombre hacia la superficie.
   Cuando por fin le llevó a tierra, le entablilló la pierna, le dejó a resguardo y se marchó. Al cabo de un rato regresó con un odre de agua, fruta y un trozo de carne. El marino seguía en el mismo sitio donde le dejó. Era un hombre vigoroso, de edad indefinida, no era ya un joven pero aun no había llegado a la madurez sin embargo su pelo como su barba y bigotes eran del color de la ceniza. No parecía ser fenicio pues vestía a la manera helénica, aunque no estaba seguro.
    ¿Hablas mi lengua? le preguntó.
    Sí—respondió este. Conozco muchas lenguas de los pueblos del mar. Te doy las gracias por salvarme y ocuparte de mis heridas así como de darme alimentos. Que los dioses  te protejan y te den riquezas. Mi nombre es Argos y soy de Atenas. ¿En qué lugar me encuentro?
     Estás en la isla de Kotinoussa. Mi nombre es Bartar. Esta mañana bajé a la playa y descubrí el naufragio. Subí a ver que había pasado y te encontré. Creo que eres el único superviviente ¿Qué ocurrió?
    Llevábamos muchos días de viaje, habíamos cargado provisiones y mercancía en el sur de Tirrenia y en la costa de Tripolitania, veníamos de allí con buen tiempo en dirección a Gadir. Habíamos pasado ya Las Columnas de Hércules cuando el cielo se oscureció de nubes, el viento sopló con fuerza y las olas crecieron. Sin duda habíamos despertado la furia de Poseidón, pues nos hallábamos en su territorio, así que estalló una terrible tormenta que hizo ingobernable la embarcación llevándonos a la deriva. El capitán ordenó meternos en la bodega. Un golpe tremendo nos sacudió y perdí el conocimiento. Cuando desperté estabas junto a mí. El resto ya lo conoces.
    No te preocupes, procura descansar, yo vendré a curarte, aun queda tiempo para  restablecerte. —y se fue de allí, dejando al marino de nuevo solo en la playa.

   Durante los días que siguieron Bartar vino a visitar al marino y a traerles víveres. La pierna le dolía mucho aunque no parecía estar rota. Este le puso vendas y la entablilló mejor, también le trajo una especie de báculo que le ayudó caminar y le llevó a una cueva que le serviría de cobijo mientras tuviera dolencias. El barco encallado en la playa no tardaría en ser visto por otros habitantes de la isla así que se apresuró a llevar los objetos de valor del barco a tierra, había vasijas, ánforas, telas, collares que ocultó en lugar seguro. La carga que el agua había echado a perder y otras de menor valor las dejó en la nave. Así fueron pasando muchas jornadas hasta que Argos pudo caminar.
   Una mañana Argos esperó la visita de Bartar. Cuando éste apareció,  le pidió que compartiese comida con él pues quería hablarle.
 —Tengo algo que darte en agradecimiento por lo que has hecho por mi. —y le entregó un anillo de oro con una incrustación de una piedra tallada y muy brillante que Bartar no había visto nunca y que parecía tener gran valor.  No sabía que decir.
 —Dentro de poco he de continuar mi camino y tengo algo muy importante que hacer.
  —He guardado la carga valiosa que había en el barco, te la mostraré. —dijo.
—No te preocupes por eso ahora. Ya hablaremos de eso.
— ¿A dónde te marchas?
—He de encontrar a mi amada. Se llama Aileen, Sé que se encuentra más allá de esta tierra, en algún lugar más allá del reino de los Atlantes.
    ¿Los Atlantes? ¿Quiénes son? Más allá no hay nada conocido.
—Sí que lo hay. Voy a contarte una historia:

   Hace años, vivía en Atenas donde nací y me eduqué. Era joven y fuerte. Competí en los juegos olímpicos que se celebraban cada cuatro años y llegue a ser campeón lanzando la jabalina, era muy conocido. Por aquella época conocí a una muchacha de pelo ensortijado y ojos de azabache: mí amada Aileen. Me enamoré de ella y su amor también fue correspondido, sin embargo nuestro idilio no podía llevarse a cabo pues su padre,  un rico comerciante llamado Alcander, la había prometido a  Gadiro, un rey del reino de los Atlántes. El padre de Aileen se opuso a nuestra relación y ante el temor de no poder celebrar el compromiso la envió con su prometido a La Atlántida. Antes de que nos separaran le prometí que la encontraría donde quiera que estuviese. Solo tenía un objetivo, buscar aquel lugar. Esta tierra era una isla frente a las Columnas de Hércules y la descrita como una isla más grande que Libia y Asia juntas. Dicen que era una tierra escarpada, a excepción de una gran llanura de 3000 por 2000 estadios, rodeada de montañas hasta que fue el hogar de una de los primeros habitantes de la isla, Evenor, y que tuvo una hija llamada Clito. Cuentan que Poseidón era el amo y señor de las tierras atlantes, porque cuando los dioses se habían repartido el mundo, la suerte había querido que a Poseidón le correspondiese, entre otros lugares, la Atlántida. Este dios se enamoró de Clito y para protegerla, o mantenerla cautiva, creó tres anillos de agua en torno de la montaña que habitaba su amada. La pareja tuvo diez hijos, para los cuales el dios dividió la isla en respectivos diez reinos. Al hijo mayor, Atlas, le entregó el reino que comprendía la montaña rodeada de círculos de agua, dándole, además, autoridad sobre sus hermanos. En honor a Atlas, la isla entera fue llamada Atlántida y el mar que la circundaba, Atlántico. Su hermano gemelo era Gadiro y gobernaba el extremo de la isla que se extiende desde las Columnas de Hércules hasta la región que se denominaba Gadírica. Favorecida por Poseidón, la tierra insular de Atlántida era abundante en recursos. Había toda clase de minerales, destacando el Oricalco, un mineral, más valioso que el oro para los atlantes y que utilizaban en ceremonias religiosas. La isla era  tenía también bosques que proporcionaban ilimitada madera; numerosos animales y copiosos y variados alimentos provenientes de la tierra. Tal prosperidad dio a los atlantes el impulso para extender sus dominios. Los reinos de la Atlántida formaban una confederación gobernada a través de leyes escritas en una columna de Oricalco, en el Templo de Poseidón. Las principales leyes eran aquellas que disponían que los distintos reyes debieran ayudarse mutuamente, no atacarse unos a otros y tomar las decisiones concernientes a la guerra, y otras actividades comunes, por consenso y bajo la dirección de la estirpe de Atlas. La justicia y la virtud eran propias del gobierno de  los atlantes. Estos comenzaron una expansión que los llevó a controlar los pueblos de Libia hasta Tirrenia.
Aileen no era feliz en aquella tierra, a pesar de tener lo que quisiera. Un día llegaron a la isla unos comerciantes y se enteró de que yo la estaba buscando. Entonces planeó escapar para reencontrarnos. Gadiro fue llamado a marchar junto a sus compañeros  en nuevas conquistas y sabiendo de los planes de Aileen, la dejó cautiva hasta que volviese. Sin embargo, a pesar de la estrecha vigilancia pudo burlar a sus captores y emprender la búsqueda de su amado. Cuando los hombres de la isla trataron de someter a Grecia y Egipto, fueron derrotados por los atenienses. Cuentan que los dioses decidieron castigar a los atlantes por su soberbia y que un gran cataclismo hizo desaparecer en el mar la isla donde se encontraba el reino. Pero yo sé que ella logró escapar, que está viva en algún lugar, lo presiento y tal vez se encuentre en alguna de estas tierras.
Cuando Argos terminó de contar su historia, Bartar se quedó largo rato pensando.  Luego dijo:—Querido amigo, ese cataclismo que cuentas debe de ser cierto. Hace algunos años una gran inundación proveniente del mar llegó a nuestra isla causando muchos heridos y daños terribles. Mi familia pereció y gran parte de la tierra quedó sepultada bajo las aguas. Cuando pasó la furia del mar, mucha gente de otros lugares llegó a estas islas. No tengo a nadie. Si quieres, te ayudaré a buscar a tu amada.
—Te debo la vida mi buen Bartar, —dijo Argos— sin tu ayuda todo habría acabado para mí. Si quieres acompañarme eres bienvenido. 
—Así sea—respondió el otro. — ¿Cuándo partimos?  
 —Prepara todo lo necesario, saldremos prontamente.

   En ese momento el aire se hizo más húmedo, el viento comenzó a ulular y en el cielo aparecieron las primeras nubes. Se avecinaba una nueva tormenta. El vengativo Poseidón volvía a despertar, advirtiendo, que el dios del mar no permitiría que nadie le arrebatase lo que consideraba suyo.


Pepe Zaldívar
 



No hay comentarios:

Publicar un comentario