Sin saber muy bien hacia dónde va, ni con quién va, ni por qué va, sin importarle mucho siempre que sea hacia delante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante. Javier Cercas, "Soldados de Salamina".

sábado, 16 de abril de 2011

LA NIÑA DEL BEATERIO


     De las tempranas noches de otoño e invierno, y de las noches más noches porque no había luz, tengo recuerdos para siempre grabados en algún huequecito de mi memoria.
     De entre ellos destaca una historia muy antigua que contaba mi abuela de cuando ella era joven y la oíamos todos con escalofriante silencio subiéndonos y bajándonos por la espalda y los hombros, mientras íbamos arrimando de vez en cuando los asientos unos a otros para estar más juntos.
     Casi siempre el centro de la reunión era una capacha de esparto con guisantes y habas para desgranar y una vasija grande, donde todos los que colaborábamos en ello, íbamos echando las bolitas verdes que salían de las vainas.
     A mí me llamaban mucho la atención las de las habas, pelusonas y suavitas por dentro, que al pasar el dedo, por muy mansamente que lo hiciera, siempre perdían la esponjosidad y era por eso que sólo las miraba.
     Todos los recuerdos de mi niñez están envueltos en el papel de regalo de las restricciones de luz; no existe uno sólo que no se achique y agrande en la pared al compás de la llamita del quinqué.
     Había una alcayata enorme clavada en la pared,  no se para qué serviría, que avanzaba y retrocedía en un paso que nunca llegó a dar.
     Las bombillas de la pretenciosa lámpara, que casi siempre estaban de vacaciones, subían y bajaban como en el tiovivo de una feria donde no había ni chocolate ni churros.
     Los hierros azules de las camas metálicas, se movían para los lados y las pompas de jabón del lebrillo de fregar, tenían más colores que las de ahora.
     Dirigiendo aquel coro la voz de mi abuela, cascada pero segura, recontaba la historia de muchos atardeceres pasados y por venir.
-          Era una muchacha muy joven y muy guapa. Sus padres la habían tenido ya mayores y no tuvo más hermanos. Tenían un tabanco en la planta baja de la casa que habitaban, la cual hacía esquina y vendían vino para la calle.
     Aquellos preámbulos sin importancia para nosotros – mi primo, alguna niña vecina, mi madre que planchaba, mi tía y yo – servían para empezar a pelar aquel cargamento que al principio parecía interminable.
-          Desde niña aprendió a bordar muy bien y lo hacía para encargos de ropa de iglesias y para ir haciendo su ajuar.
-          Se la veía desde la calle coser sentada en una silla de eneas nueva que le habían traído de un pueblo; tras los visillos del cierro sonreía a sus dulces pensamientos y a la grata vida que llevaba junto a sus padres y su prometido que la querían mucho.
-          Todas las mañanas salían a misa su madre y ella y al mercado más tarde. Era apreciada por todos los que la conocían por su sencillez y agrado....
Recuerdo entre los recuerdos, la mezcla de envidia y celos que despertaban en mí los comentarios de admiración de mi abuela; la imaginaba ñoña y cursi.
-          ..... pronto se iba a casar; las dos familias se respetaban y veían con buenos ojos aquella unión para la cual ultimaban los preparativos, cuando empezaron a ocurrir hechos extraños que pronto circularon de boca en boca.
-          “La niña del Beaterio – ese era el nombre de la bodeguita – está enferma de los nervios. Dice que por las noche se mete en su cama algo que le tira de los cabellos y se los arranca; la han llevado a varios médicos de la capital y no le encuentran nada, sólo que le faltan pelos”.
-          “La niña del Beaterio está peor; corre y grita por la casa a media noche como una loca”.
-          “La niña del Beaterio duerme en la cama de su madre, con ella, y su padre en otra cama junto a la puerta; desde entonces no nota nada”.
Pobrecita, decía mi abuela; parece como si la estuviese viendo: delgada, ojerosa, triste y además la gente la miraba y trataba de forma diferente.
-          “Dicen que se va a casar antes; pobre muchacho, cargar con esa cruz”.
-          “Ya duerme en su cuarto otra vez; me lo ha dicho la vecina de enfrente que ve la luz del reverbero hasta tarde encendida y su madre la acompaña hasta dejarla dormida”.
-          “Pobre mujer, cuanto debe sufrir”.
   Yo pensaba en que mi madre no se iría y que no me dejaría sola hasta por la mañana; mientras a mi abuela se le iba poniendo la cara triste a medida que se adentraba en el relato.
 -  Los preparativos estaban dando a su fin para acelerar una boda                 que pensaban que sería el remedio a tan grave problema – continuaba  diciendo -. Había gran curiosidad en el pueblo, incluso división de opiniones.       
-          “Yo no dejaría a mi hijo cometer esa locura...”
-          “Sería un malvado si la abandonara ahora...”
Pero la tragedia seguía y sólo conocía la verdad la pobre niña que se quedaba en el dormitorio encerrada, ya que no quería que su madre siguiera velándola.
Acostada, y con sólo la claridad de las luces de los faroles de la calle, que el farolero encendía al atardecer y entraba filtrada por los visillos, escuchaba cómo se iba acercando aquella respiración entremezclada de leves ronquidos, a la vez que los latidos de su corazón le lastimaban el pecho; notaba cómo  por una de las patas de la cama, siempre la misma, subía algo lento y seguro.
No servía de nada que se arrebujase en la ropa, ni que se pusiera un gorro de hule que había confeccionado a escondidas de sus padres y tenía en gran secreto; aquello, siempre encontraba su cabeza después de remetérsele por la ropa y por el hule.
Ella misma, a veces, se quitaba el gorro o no se lo ponía, para que aquel sufrimiento terminase antes; sentía leves pellizcos por el cuerpo hasta llegar al cuello, a los hombros, a su nuca, a su trenza que con tanto esmero cuidó siempre y no tenía valor de cortar.
Allí se paraba aquel terror y sollozando rezaba sin atreverse a mover para que la pesadilla concluyese antes de perder el dominio y salir gritando, asustando de nuevo a sus pobres padres que creían que todo había terminado.
Las gotas de sudor se unían a sus lágrimas, mientras apretaba fuertemente el dije que tenía colgado al cuello con una miniatura del rostro de su novio.
El horror y el sufrimiento eran tan grandes, que lo menos importante para ella era el dolor de que le estuviesen arrancando el cabello uno a uno, hasta el momento  en que aquel ser empezaba a descender por donde mismo había subido y desaparecía junto con su respiración y sus ronquidos.


Al día siguiente se casaba.
El vestido de novia colgaba de una percha de madera enganchada a una cuerda de pita forrada de raso blanco que atravesaba su cuarto, sujeta a dos cáncamos clavados en la pared para este menester.
Desde la cama lo miraba todo con la mayor de las amarguras: ¡qué diferente sería  si no le estuviese ocurriendo algo tan aterrador!.
La gente decía que al casarse y tener hijos los nervios se le pondrían buenos.
Los médicos aseguraban que no estaba enferma, que posiblemente ella sola se arrancase el pelo durante las pesadillas.
La noche anterior había sentido tanto pavor, que se había orinado de miedo.
El pensamiento avergonzado  de imaginar que su marido la viese en aquellos estados, que sólo ella conocía, le hacía sentir una gran tristeza y una profunda soledad.
¿Cómo podría cuidar a unos hijos si era ella quien necesitaba que la cuidasen?. ¿Qué clase de esposa y madre podría ser?.
Nadie creía lo que decía; incluso ella misma estaba empezando a confundir la realidad con las conclusiones ajenas.
Miró a su alrededor.
Las flores secas que adornaban su cuarto. Las macetas del cierro que con tanto cariño cuidaba. Los muebles de caoba regalo de sus abuelos. La silla baja de asiento de eneas y cojín de cretona que conocían sus más felices sueños y que le parecían ahora tan lejanos. Los humidificadores de cristal labrados – siempre con agua – para proteger las ricas maderas. Los encajes de bolillos elaborados a medias con su madre – tal era la unión de ambas –. Una foto de sus padres....
Lentamente se levantó y se vistió de novia.
Besó todas las prendas de interior que poquito a poco y llena de ilusión había bordado, antes de colocárselas como en un rito.
No encendió la luz; con la claridad de la calle se veía perfectamente reflejada en el espejo de su palanganero.
-          “¿No te has enterado?. La niña del Beaterio se ha arrojado esta noche desde la azotea de su casa a la calle vestida de novia. Allí está en el suelo y están esperando que venga el juez para levantar el cadáver”.
     Pasó un tiempo - concluía mi abuela – y cierto día entró en la habitación de la pobre niña su madre para encontrar algún consuelo mirando sus recuerdos; cual no sería su sorpresa, al ver en la silla de eneas traída del campo poco antes de que comenzaran los hechos que ya conocemos, y encima del cojín de cretona,  a varios lagartos recién nacidos y a su madre al lado, una lagarta muy grande cubierta con los restos de cabellos de la trenza de su hija muerta, que habían sido utilizados para formar el nido dentro del asiento y poder allí depositar sus huevos.
                  Mª Pepa  Castro  Higueras

SENSACIONES, RECUERDOS Y DESEOS INVENTADOS



                                                                          Isla Cristina  8/ 7 / 2006




   Hace varios años que me venís urgiendo y reclamando espacio y tiempo de salida, por el pequeño o gran hueco del cual surgen las palabras escritas.
   Es muy conocida la frase: lo urgente no me permite hacer lo importante, y lo urgente son y han sido tantas y tantas cosas en los últimos tiempos.....
   También es verdad que os han precedido otras.. ¿Creaciones, ideas, manifiestos.....?.
   Bueno, tal vez pueda comparar esta amalgama de formas por crear con los espermatozoides u orgasmos: unos se convierten en hijos para toda la vida en nuestra área física y psíquica y otros se liberan mientras dormimos plácidamente, con lo cual sólo son quimeras, bellas quimeras de atardeceres frente al mar.
   Pero no temáis: os llegó vuestra hora.
   Que este parto sea más o menos lento, aun no lo se.
 Estoy frente al océano que no calla, que murmura y murmura desde tiempos remotos, unas veces de forma serena y otras terribles.
   Frente al océano que camaleónicamente cambia de color.
   Frente al océano que regala encajes espumosos, como alfombras de bienvenidas hacia él.
   Estoy también mimetizada entre gente ruidosa y sobrecargada de peso que espejea con aceites y cremas protectoras.
  Que vocifera sin tener pregón entre sus labios.
  Que cambió su pudor, estética y represión por la libertad de movimiento.
   Gente que no me molesta, ahora, porque por fin estoy con vosotros: en este momento sois lo más importante para mí.
  









Sensaciones,recuerdos y deseos inventados

 

 

Mérida


   Y todo empezó hace varios años en Mérida, en su magnífico Museo.
   Iba caminando lentamente, con admiración, respeto... y nada más, entre otras personas que caminaban tan relajadas como yo, cuando te vi.... cuando nos vimos.... y ahora que tanto demoré, que tanto pregunté, investigué, dudé, dejé de pensar, te relegué al  olvido, me recriminé por subjetiva.... en fin, tanto y tanto como tú sabes, ahora puedo y quiero decir: cuando nos vimos, amor.
   Cuando nos volvimos a ver.
   Cuando nos reencontramos.
   Cuando tú, después de llamarme a gritos mudos para los demás, incluso para mí – pobre amor mío – lograste mi atención.
   A gritos esparcidos por ondas que resonaban en los mares, que paseaban los vientos por el espacio sideral y cronológico.
   Con gritos roncos y lasos, pero nunca temiste que fueran inútiles.
   Estabas cansado, a veces desesperado, pero insistías, porque sabías que nos volveríamos a encontrar.
   Un amor como el nuestro va contra vientos y mareas, contra ideales y conveniencias, contra tempestades internas y calmas externas, contra olvidos premeditados y ansiedades desasistidas.
   Y lo se ahora amor,  tan pragmática como he querido ser anulando evidencias, ahogando sentimientos y experiencias que no podía comprender.
   ¿Cómo era posible darles cabida, o entrada libre, si en toda mi actual efectividad no existió nada ni nadie que me hiciera sentir lo que yo sabía?.
   ¿Cómo comprender un amor inmenso, un solo ser no subdividido, sino complementado; un solo sentimiento encastrado y enclaustrado dentro del alma, si repasando vivencias exhaustivamente, nunca existieron, ni nadie lo provocó en mi ser?.
   ¿Cómo saber, que amar no era aquello?.
   ¿Cómo conocer, que vivir era otra cosa?.
   ¿Cómo imaginar, que cuando el sol rielaba sobre el mar, antes de ir a llamar a las puertas de otras ciudades, extendiendo un tapiz anaranjado ante mí, desde la orilla de encajes hasta el horizonte curvado, no era sino tu sutil invitación hacia el reencuentro?
    ¡Ay amor! Varias veces he escrito acerca del poder de seducción que ejercía en mí aquel camino ondulado.
   Del estómago al corazón y a la boca, y del estómago hacia el vientre y mis pasos, ha sido una llamada tremenda e intensa, angustiosa, incomprensible, que a veces me llenaba de estupor, otras de felicidad irracional, e invariablemente, de lágrimas mis ojos.



   Sólo eras un busto, un pequeño busto.
   Amor, me tiemblan los labios conteniendo los sollozos.
   Con pudor, mis pestañas encapotan mi pesar.
   Un pequeño busto.....
   Tus ojos me miraban impotentes e imponentes, desesperados, angustiados... ¿y por qué no decirlo?: dominantes.
   Te miré, como a un desconocido retador de miradas: seria y sin reciprocidad; tal vez con extrañeza.
    Intenté continuar mi camino, el pasillo lleno de vitrinas, mientras conversaba con la persona que me acompañaba acerca de lo que íbamos viendo.
   Pero ¡ah truhán! No me dejaste seguir.
   Volví sobre mis pasos, los pocos pasos emprendidos, y se volvieron a encontrar nuestras miradas.
   Yo al principio, ya lo sabes, con curiosidad y un poco molesta.
   Dije a los demás que continuaran el recorrido, que estaba leyendo algo y te atendí entre inquisitiva y cortés.
   ¡Qué bello estabas amor mío!
   Si no hubiese estado tan enamorada de ti desde hacía siglos, me hubiese enamorado en aquel instante.
   Tu bella cabeza patricia, tu amplia y despejada frente sinónimo de inteligencia atemporal, tu hermosa nariz mediterránea, tu mentón decidido y honesto... y tus labios... ay amor tus labios de seda, miel, retama y romero, volvieron a retozar por mis sentimientos y mis sentidos.
   El crujido leve de tu túnica me envolvió como caricia añadida; como si también me reconociera.
   Nos miramos intensamente entre respuestas sin preguntas.
   Los olivos suplantaron a las frías vitrinas y entre sus ramas pude contemplar la luna.
   Inclinaste lentamente tu noble cabeza,- la cabeza que me gustó siempre acariciar y entremeter mis dedos morenos por tus cortos cabellos – hasta posar tus labios sobre los míos.
   Al principio con devoción, como se roza el aire, como quien teme se trate de espejismo, y luego con toda tu pasión sin límite, sólo frenada por cuestiones ajenas a nuestra propia voluntad.
   Tus manos sensitivas se apoderaron de mi talle y me indujeron hacia ti, sin voluntad propia.
   Si el cielo hubiese besado el mar; si las estrellas en corro alrededor de la luna hubiesen cantado la armonía del cosmos... o simplemente, si el hombre fuese bueno con el hombre, no hubiese sido tan grandioso como aquel....
   Aquel, aquel ¿qué?... oh Dios... de pronto me vi otra vez entre vitrinas con restos de historia catalogada; con gente a mi alrededor ajenas a todo, a ellos mismos.
   Me llamaban para salir; ya se había terminado la visita.
   Busqué a mí alrededor: no, no estoy loca; me volví en redondo y.... otra vez te vi como cuando entré: convertido en un pequeño busto, solo que esta vez, algo en tus ojos brillaba.


ROMA



   Igual que fui a Mérida, por casualidad, así llegué a Italia.

    De Sur a Norte, empapándome de Historia de Imperio para exámenes.
   Pompeya, Vesubio encubridor de vanidades e ideales.
   Gente nueva, amistades, risas, pasta y más pasta rechazada por mí ante las bromas de mis compañeros casuales.
   Y Roma.
   Con su extinguido esplendor y su increíble presente sectario.
   Visitas y visitas tan parecidas y tan dispares.
   Cielo limpio y azul; mañanas diáfanas y antiguas.
   Nos llevaban al Coliseo.
   Entre gente, como borregos, siguiendo el gorro blanco que enarbolaba nuestra guía, que a veces se convertía en faro ante nuestros despistes.
   A mí me gusta ser borrega – iba comentando – que me expliquen, me cuenten y me lleven; ya estoy cansada de ser yo la pastora del rebaño.
   Riadas de camisetas antielegancia; señoras rivalizando con gallos de pelea en corte y color de pelo; pobres niños en mochilas que no se enteraron ni ese día, ni nunca, de lo que hicieron y lo digo por experiencia.
   Fuimos entrando, sin prisa, pero sin pausa para mirar, porque admirar ya era un lujo.
   Y me fui mareando, no se por qué, y angustiando; tampoco tenía motivo.
   Llegamos arriba, como al ruedo, desde donde se veían los pasillos interiores porque el suelo estaba descubierto, y era el lugar de espera de los gladiadores o de los cristianos, según a qué espectáculo asistían – nos contaban -.
   Todo estaba lleno, éramos muchos visitantes.
   Nos explicaba la guía algo acerca de un balcón en alto, creo recordar, para las mujeres. Pero ahora me extraña porque no recuerdo discriminación de género en el Imperio, o tal vez nos mostraba el lugar de las mujeres nobles o plebeyas, no se, no lo recuerdo; no me encontraba en estado de almacenar información.
   Estaba cada vez más confundida y me faltaba el aire.
   Salí por un hueco a un pasillo que rodeaba toda  la ruina, como buscando oxígeno en un espacio menor.
   Me sentía muy mal.
   Tanteando la pared llegué a un hueco, como de ventanal, desde donde se veía el redondel del Coliseo, pero esta vez no estaba abierto, no se veían los pasillos interiores.
   La gente vociferaba, el colorido de los visitantes coetáneos se había transformado en tonos naturales y algún que otro color púrpura a lo lejos.
   Solos tú y yo.
   Me mirabas.
   Te miraba.
   A veces tú estabas sobre la arena y yo te contemplaba desde no sé donde.
   Otras, en la arena estaba yo y te buscaba aterrada.
   Me ahogaba, me asfixiaba y nadie se daba cuenta.
   Me asomé, o intenté salir al pasillo por donde iban todos en fila, otra vez los colores, el rebaño....
   Volví al interior y lloré amargamente, como hacía años, o tal vez siglos que no lo hacía, con la plena sensación de haberlo hecho en aquel mismo lugar.
   Lloraba y me contemplaba ajena a todo: al presente y al pasado, incluso a la misma pena.
   Me fui serenando, desapareció el ahogo y entré en el servicio de señoras para lavarme  la cara y las manos, que tenía incomprensiblemente sucias.
   Muy seria e incorporada a los demás, expliqué mi ausencia lo mejor que pude.
   El resto del viaje, no se pareció en nada a los días precedentes.
  


   Han pasado varios años, no muchos.
   No me dejaba vivir todo aquello.
   Ahora me explicaba por qué di tan poca cabida en mi vida al amor: porque estaba saturada de él.
   Al principio me molestaba pensar en ello, más tarde le fui dando paso cautelosamente en mi interior.
   ¿Por qué no investigar?
   Volví a Mérida.
   Amor, tu pequeño busto no estaba, ni la vitrina donde te encontré estaba segura de que fuese la misma.
   Desolada pregunté y me dijeron que estabas itinerante en una exposición.
   Itinerante estuve yo también.
   Mientras, indagué tu identidad, pero te habían encontrado en el interior de una casa particular y al ser el busto tan pequeño, era posible que fuese el de algún amigo o familiar no muy cercano.
   Tras muchas horas de búsqueda virtual y algún que otro viaje relámpago, pude sabe donde te hallaron: en la Toscana.
   No me daban más información, dado el tamaño del busto y la no repetición del personaje.
   Tuve que dejar de buscarte: ni mi trabajo, ni mis medios económicos me lo podían permitir.
   En cierto modo, te abandoné.



   A veces tenía percepciones.
   Como de algo ocurrido.
   Recuerdos sin recodar,  olores sin olor, felicidad no compartida en la realidad existente.
   Una noche de verano estaba paseando por el campo.
   Pasaba unos días en un pueblo y salí a pasear un rato.
   Olivos, otra vez los olivos.
   Caminaba bajo la luna llena por un estrecho sendero de tierra y me adentré sin dame cuenta en los sembrados.
   Las sombras multiplicaban los árboles.
   Tocaba las hojas estrechas y duras con suavidad de caricia a mi paso.
   Había caminado un gran trecho y me sentí, no sé si cansada o atraída, hacia un tronco más nudoso y viejo que los demás.
   Apoyé sobre él mi espalda y mi cabeza alzada para ver la luna y al poco entrecerré los ojos.
   Antes de sentir tus labios junto a los míos, había escuchado tus pisadas, tan conocidas, sobre la tierra.
   Tu dedo índice fue dibujando mi cara: las cejas, los pómulos, la nariz.....
   Despejaste mi cara de los cabellos que mecía el viento y me desprendiste el pasador de plata que los sujetaba.
   No quería abrir los ojos; me parecía que se iba a rompe todo el encanto, tan segura estaba de que era una enajenación.
   Sentí tu aliento deslizarse por mi cara hasta mis labios muy lentamente, poco a poco alcé mis brazos rozándote el pecho, los hombros y la nuca, volviendo a entremezclar mis dedos con tus cabellos.
   Pusiste el pasador entre las ramas como acostumbrabas y bajaste tus manos por mi espalda hasta mi talle para acercarme a ti.
   Aun sin abrir los ojos podía contemplar  los tuyos, entre azules y verdes, como las olas del mar antes de romper, que se alzan translucidas para crear la espuma.
   Tus ojos amor, que sin palabras tanto me dijeron.
   La claridad molestaba mis párpados que se fueron entreabriendo.
   Había una luz amarillenta envolviéndolo todo, y yo no entendía nada: estaba amaneciendo.
   Me encontré, como se puede encontrar a una extraña, tumbada sobre la tierra, sin sandalias y con la camisa desabrochada.
   Como pude me levanté temiendo que me viese alguien, abotoné mi ropa, calcé mis pies y me alisé el pelo.
   Entonces fue cuando vi relucir, con tonos dorados prestados por el sol naciente, a mi pasador de plata..... que colgaba abrochado de una rama.



   El río pasaba más lleno que otras veces.
   Me gustaba oír su murmullo.
   Era de noche y paseaba por una de sus márgenes, sorteando los macizos de juncos que se enganchaban en mi vestido blanco.
   Ondulaba una ligera brisa el agua, multiplicando infinitamente los fragmentos de la luna que contemplaba su curso.
   Me sentía bien, casi ingrávida.
   Al llegar a una pequeña explanada en declive escalonado, me senté y descalzándome, introduje mis pies en la rivera.
   El agua estaba templada y podía sentir la corriente acariciando mis tobillos.
   El olor del campo impregnaba de embrujo la noche.
   Cerré los ojos y olfateé para desgranar la amalgama de olores: no conocía tantos nombres.
   Adelfas rezagadas, romero, menta, tomillo, algún jazmín lejano....
   Y tu olor, - de amante pulcro -  sonreí; tu olor a retama fresca.
   Te sentía detrás de mí.
   Noté que vestías túnica corta, porque el vello de tus piernas rozaba mis brazos.
   Una de tus manos acariciaba mi cabeza y con el junquillo que traías en la otra, cosquilleabas mi espalda.
   Te sentaste tras de mí, y abriendo tus piernas rodeaste mi cuerpo.
   Me recliné sobre ti, nuestras cabezas estaban juntas y mientras me acariciabas con dulzura, fuimos contemplando el cauce cada vez más sereno.
   Se oían crujir las ramas que las aves noctámbulas abandonaban, para posarse en otras.
   El silencio cuidaba del griterío nocturno.
   Tus manos llegaron hasta mis senos y mi cabeza retozó sobre tu cuello.
   Besabas mi nuca y mi mejilla se volvió hacia ti reclamando también.
   Me fui volviendo lentamente, estaba de rodillas ante ti, entre tus piernas, y te miraba amor, nos mirábamos, con la paz de quien tiene toda su necesidad enfrente.
   Besaste mi nariz, y mis pómulos, y mi frente, y mis ojos, y cuando ya de mi rostro no te quedaba labor, bajaste por mi cuello hasta mi pecho mientras te recostabas en el suelo atrayéndome hacia ti.
   Nos amamos, con ese amor eterno, atemporal y sin barreras.
   Nos amamos, sin decir palabras porque de nuestras miradas fluían todas las frases necesarias.
   Nos amamos, como sólo es verdad que se ama.
   Sentí frío.
   Abrí los ojos y ya no estabas, pero me sentía tan impregnada de ti, que no sentí pena, ni vacío, porque también sabía que volverías.
   Recogí mi ropa que estaba esparcida al alrededor y al ponerme las sandalias  sonreí: en mi tobillo derecho tenía una abrazadera de retama.
.



   Estaba con unos amigos al borde de la carretera esperando que pasaran los ciclistas.
   Era un acontecimiento para el pueblo y allí, después de haber comido en una venta, estábamos dispuestos a animar a los deportistas.
   Todo iba en aumento: el jolgorio, la gente, el calor.
    En algunos se notaban los efluvios del alcohol, cosa que animaba a los demás en las risas.
    Había mucho color en aquel trozo de carretera.
    La alegría que se respiraba en aquel lugar contrastaba con la realidad del mundo.
   Recordé algunos comentarios de mayores, en lo cuales decían que en los tiempos de la dictadura, en las retransmisiones de La Vuelta Ciclista todo era maravilloso.  
   El cielo azul de una España en paz; los campos fértiles gracias a los pantanos; la gente feliz bajo una sola bandera..... y que se olvidaban de contar como iba la carrera.
   Pues casi igual, la misma España de pandereta: los mayores bajo las sombras de los árboles, ahora sin una sola mella, los más pequeños encima de las vallas de protección con su protección solar y los medianos con mucha sobrecarga de peso encima.
   Por lo demás, la misma alegría por cualquier cosa, - y que no falte-.
   Y llegaron los ciclistas.
   Del asfalto sudado subía un ligero vaho, a lo lejos espejeaban los  rivalizantes manillares, los maillots tenían colores inventados en estos años y las ruedas se intuían más que verse.
  Todos animábamos a los agotados hombres.
  Donde estábamos hacía una pequeña curva la carretera, justo a nuestra altura una bicicleta derrapó y el chico cayó delante de nosotros muy aparatosamente.
   Se había hecho daño, sangraba, el casco se le había caído y también las gafas,
   Me miraba angustiado.
   Sus ojos mediterráneos me traspasaron  el cerebro a través de mis pupilas.
   Y su olor, oh su olor a sangre y sudor fatigado.
   No tenía maillot, sino el pecho desnudo que sangraba con abundancia.
   Rápida me incliné hacia él y le cogí la cabeza ente mis manos.
   Le besaba la frente y le mesaba los cabellos.
   Sus ojos vidriosos se cerraban y no contestaban a mi llamada.
   Su nombre brotaba de mis labios una y otra vez rogándole que no se durmiese.
   Mi vestido blanco estaba empapado en sangre.
   Vinieron a llevárselo y a mí me arrancaron el alma hasta desfallecer.
   Cuando me repuse, me acribillaron mis amigos a preguntas: si yo conocía al ciclista, que no sabían que hablase un italiano tan antiguo, que por qué me impresioné tanto.... pero nadie supo recordar el nombre que yo tanto repetí.



   Descansaba en el porche de mi casa.
   Había entrado el otoño revestido de verano tardío.
   Era temprano, pero ya estaba anocheciendo.
   Subí a la terraza para poder mirar más tiempo la luz del atardecer y me quedé un rato quitando hojas secas a las plantas de las jardineras.
   Ya había violetas.
   La verdad es que no se habían marchitado las anchas hojas en todo el año.
    Las conté: ya había siete violetas.
   Qué flor tan humilde y tan bonita.
   Me senté en una butaca blanca desde donde podía ver la piscina de la urbanización que continuaba llena todo el año y en la cual, a veces, daban conciertos las ranas o los sapos.
   Los árboles del Paraíso estaban próximos a la poda, por lo tanto estaban aun muy frondosos y se recortaban verde oscuro en el atardecer anaranjado.
   A mí me gustaba mucho estar a esa hora en aquella terraza. Tenía ventanales muy grandes y daba al jardín que rodeaba las piscinas y que sólo se utilizaban en verano, con lo cual desde arriba parecía la prolongación de mi propio jardín.
  Tenía grandes macetones con plantas, flores y árboles pequeños.
   Era muy grato aquel sitio para descansar, trabajar o pensar.
   A veces me subía la cena allí y después me quedaba leyendo o escribiendo hasta tarde.
   Las cortinas y cojines eran de color claro, que en contraste con el verde de las plantas, daban luminosidad a su interior.
   Yo le llamaba mi invernadero.
   El techo era inclinado con tiras anchas de cristales. Cuando el sol estaba fuerte, corría un toldo de color crudo y por las noches lo descorría, apagaba la luz y podía mirar el paso de la luna y las estrellas.
   Era viernes y había llegado a ese día de la semana como llegaba siempre: muy cansada y muy contenta.
   Al llegar a casa me cambié de ropa y me puse otra más cómoda de color blanco, me gusta mucho ese color.
   Miraba por el ventanal que está junto a las cañas de bambú del patio de abajo que llegaban a esa altura y veía pasar, sobre el agua ya estancada de la piscina más cercana, las nubes blancas bajo el cielo color naranja y sobre el agua verdosa salpicada de hojas secas.
   Me sentía muy feliz, incomprensiblemente feliz.
   Repasé todas las plantas poco a poco enterrando en la tierra las hojas secas; era como un ritual: deseaba que descansaran en el lugar donde nacieron.
   Me senté en la mecedora que estaba junto a la ventana abierta y mientras me balanceaba se me fueron cerrando los ojos.
   Sonreía: sabía que aquella noche vendrías.
   Mi vida ya no era una vida triste, ni ansiosa o dudosa.
   Era consciente de lo que tenía, que no voy a negar me parecía muy poco, pero que a veces me colmaba por un tiempo con las sensaciones vividas y sus recuerdos para desmenuzar.
   Pasé una etapa en que aquello me parecía tan absurdo e irreal que a un amigo del alma que estaba enamorado de mí, dejé que entrara en mi vida por una puerta más profunda que la de la amistad.
   Pobre chico, qué poco tiempo duró todo, y también pobre de mí que sentí anular la esperanza de tener una relación más sencilla, sensata o vulgar, no se cómo llamarla.
   Sentada en la mecedora, y al cabo del tiempo, sonreía de las cosas que ocurrieron aunque en su momento me irritaran.
   Programamos un viaje.
   Yo, sinceramente, me sentía muy ilusionada y él estaba tan feliz, que no vivía más que para hacerme los días distintos.
   Me gustaban sus besos y sus caricias sin pensar ni comparar ensueños y viví días muy bonitos.
   Fuimos a un lugar bello y bien pensado para estar juntos por primera vez, era muy importante para los dos.
   Ya en la habitación, recordó una bolsa que olvidamos en el coche, el ascensor no funcionó,  y bajando por la escalera se cayó y nos tuvimos que pasar el fin de semana en el hospital,
   En la ambulancia repetía continuamente que lo habían empujado.
   Aquella noche, cuando se durmió, salí a pasear por el jardín y en una zona un poco más oscura, sentí cómo me cogías del brazo, me dabas la vuelta con cierta violencia y me besabas con la locura furiosa del poseedor.
   Tu mirada severa no me molestó tanto como me dolió por ti, por tu impotencia y tu soledad.
   Al día siguiente hablé con mi amigo  y todo terminó.
   Hoy te esperaba con mis mejores galas.
   No me sorprendiste como otras veces.
   A casa era la primera vez que venías y quería ser una buena anfitriona.
   Paseé un poco la ventana hasta que te sentí junto a mí.
   Tu mano en mi talle y tu cabeza junto a la mía.
   Eso no sólo me bastaba, sino que me colmaba.
   Mirábamos juntos hacia fuera, pero ya no era la piscina lo que se veía sino un estanque con nenúfares y lentejuelas verdes, entremezcladas con aceiteras flotantes encendidas.
   Bajamos por una escalera de mármol blanco y enfilamos un sendero iluminado por antorchas.
   Íbamos muy juntos y caminábamos despacio.
   Una ligera brisa nos envolvía, me estremecí, y pasaste tu brazo sobre mis hombros.
   El suelo se iba alzando suavemente y subimos una pendiente hasta un senador en la colina, desde donde podíamos ver una alfombra muy tupida de árboles: estábamos en La Toscana; lo hubiese reconocido aun con los ojos cerrados, tan sólo por su olor.
   Ibas muy serio, casi triste y no sabía preguntarte.
   Me acariciabas con gran cariño, pero sin la pasión de otras veces: la dulzura la había suplantado.
   Seguimos paseando y cogiste al pasar unas flores pequeñas que pusiste en la palma de mi mano, cerrándola dentro de la tuya.
   Me apretabas fuerte y de pronto me abrazaste llorando amargamente junto a mi cuello.
   No sabía qué sucedía, pero sin palabras comprendí que ocurría algo muy grave y que era posible... que no nos volviésemos a ver.
   Cogí tu cara entre mis manos y nuestros ojos se encontraron; de los tuyos caían lágrimas amargas.
   El viento de levante zarandeó los árboles, hizo volar las cortinas y volví a la realidad, pero esta vuelta era muy triste: tenía las mejillas resecas de lágrimas, la palma de la mano izquierda teñida de color azul y en la jardinera sólo quedaban dos violetas. 




   Ha pasado tiempo y no has vuelto amor.
   Preguntas sin respuestas en mi interior.
   Ya no vivo, sobrevivo y mi mente divaga de forma torpe entre sensaciones, recuerdos y deseos inventados.
   Salgo poco y sólo me calma escribir y rebuscar en nuestro pasado, algo que no me conduce a nada.
   No se si tu llanto fue porque presentías que ibas a morir o porque sabías que era la última vez que podías volver.
   Tantas y tantas hipótesis y conjeturas que no se qué ha sido real o concebido por mi necesidad de mantenerte junto a mí.
    Un día me desperté con una fina concha de nácar sobre la almohada.
   Creí enloquecer de la alegría: otra vez volvías amor.
   Con luna y sin ella paseaba por la orilla; dormía en la arena con sol y con viento; buscaba en las olas, en las dunas, por la marisma... no se qué, pero buscaba.
   La razón y la llamada de atención estaba allí, la concha lo pregonaba: estaba en el mar, en la playa.
   Ya lo se y me deja sosegada.
   Está atardeciendo, la playa está tranquila y solitaria, la tarde es serena y el mar sigue con su taimado y eterno murmullo.
   Hay nubes alargadas coqueteando con el sol que escapa en rayos oblicuos que se hunden en el horizonte; está cada vez más bajo y riela sobre el mar antes de ir a llamar a las puertas de otras ciudades.
   Ya extiende el tapiz anaranjado ante mí, desde la orilla de encajes hasta el horizonte curvado.
   Ya puedo comprender el poder de seducción que ejerce este camino ondulado.
   Del estómago al corazón y a la boca, y del estómago a mi vientre y a mis pasos, por fin puedo acudir a esta llamada que hoy ni es angustiosa e incomprensible, ni me llena de estupor: es la llamada que tanto esperábamos los dos.
   Dejo este cuaderno sobre la arena seca, bien arriba de la playa para que lo encuentren y pongo encima mis sandalias junto a una piedra para que no se lo lleve el viento.
   El sol se ha parado a medias, me aguarda: el tapiz es perfecto y mi estado de ánimo también. Ya voy amor, te amo.



         Mª Pepa Castro Higueras                                   24/03/2011  



                                                                 Mª Pepa Castro Higueras








   








viernes, 8 de abril de 2011

La conjura de los dioses

   El barco apareció varado en la playa. Yacía escorado de su costado izquierdo sobre la orilla, con la mitad de los remos rotos y astillados, mostrando gran parte del casco. La gran vela rectangular estaba hecha jirones. La embarcación era grande, unos cien codos, con la proa en forma de una cabeza de caballo. La popa estaba sumergida en el agua, seguramente tendría la apariencia de una cola de pez. Sin duda era un Gauloi, un barco fenicio que había sido sorprendido por el temporal. Con la ayuda de una cuerda escaló hasta la cubierta e inspeccionó la nave. Caminó despacio con gran dificultad entre los cabos y trozos de maderas rotas, aparentemente no había nadie, ni rastro de la tripulación. Encontró una portezuela que seguramente conduciría a la bodega, parecía estar cerrada, sin embargo tras un poco de forcejeo pudo abrirla y penetrar en ella. Estaba oscura, una tenue luz se filtraba por las rendijas del maderamen, así que esperó un poco hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Había fardos amontonados hacia el flanco en el que se inclinaba la embarcación. El lugar estaba anegado y había que tener cuidado de no herirse con alguna astilla. Descubrió cuerpos inertes junto a los bultos. Pensaba en la carga que acababa de encontrar y en como iba a transportarla a tierra cuando le pareció escuchar un sonido, algo parecido a un quejido. Se dirigió hacia el lugar donde se escuchaba lo que parecía un lamento y descubrió entre los sacos el cuerpo de un hombre. Estaba vivo, con mucho cuidado intentó levantarle pero un grito de dolor le cortó en seco: tenía una pierna aprisionada entre uno de los sacos y un tablón de madera. Con mucho trabajo apartó la pesada carga y liberó la extremidad, no había rastro de sangre pero parecía estar rota. Como pudo y al cabo de un buen rato llevó al hombre hacia la superficie.
   Cuando por fin le llevó a tierra, le entablilló la pierna, le dejó a resguardo y se marchó. Al cabo de un rato regresó con un odre de agua, fruta y un trozo de carne. El marino seguía en el mismo sitio donde le dejó. Era un hombre vigoroso, de edad indefinida, no era ya un joven pero aun no había llegado a la madurez sin embargo su pelo como su barba y bigotes eran del color de la ceniza. No parecía ser fenicio pues vestía a la manera helénica, aunque no estaba seguro.
    ¿Hablas mi lengua? le preguntó.
    Sí—respondió este. Conozco muchas lenguas de los pueblos del mar. Te doy las gracias por salvarme y ocuparte de mis heridas así como de darme alimentos. Que los dioses  te protejan y te den riquezas. Mi nombre es Argos y soy de Atenas. ¿En qué lugar me encuentro?
     Estás en la isla de Kotinoussa. Mi nombre es Bartar. Esta mañana bajé a la playa y descubrí el naufragio. Subí a ver que había pasado y te encontré. Creo que eres el único superviviente ¿Qué ocurrió?
    Llevábamos muchos días de viaje, habíamos cargado provisiones y mercancía en el sur de Tirrenia y en la costa de Tripolitania, veníamos de allí con buen tiempo en dirección a Gadir. Habíamos pasado ya Las Columnas de Hércules cuando el cielo se oscureció de nubes, el viento sopló con fuerza y las olas crecieron. Sin duda habíamos despertado la furia de Poseidón, pues nos hallábamos en su territorio, así que estalló una terrible tormenta que hizo ingobernable la embarcación llevándonos a la deriva. El capitán ordenó meternos en la bodega. Un golpe tremendo nos sacudió y perdí el conocimiento. Cuando desperté estabas junto a mí. El resto ya lo conoces.
    No te preocupes, procura descansar, yo vendré a curarte, aun queda tiempo para  restablecerte. —y se fue de allí, dejando al marino de nuevo solo en la playa.

   Durante los días que siguieron Bartar vino a visitar al marino y a traerles víveres. La pierna le dolía mucho aunque no parecía estar rota. Este le puso vendas y la entablilló mejor, también le trajo una especie de báculo que le ayudó caminar y le llevó a una cueva que le serviría de cobijo mientras tuviera dolencias. El barco encallado en la playa no tardaría en ser visto por otros habitantes de la isla así que se apresuró a llevar los objetos de valor del barco a tierra, había vasijas, ánforas, telas, collares que ocultó en lugar seguro. La carga que el agua había echado a perder y otras de menor valor las dejó en la nave. Así fueron pasando muchas jornadas hasta que Argos pudo caminar.
   Una mañana Argos esperó la visita de Bartar. Cuando éste apareció,  le pidió que compartiese comida con él pues quería hablarle.
 —Tengo algo que darte en agradecimiento por lo que has hecho por mi. —y le entregó un anillo de oro con una incrustación de una piedra tallada y muy brillante que Bartar no había visto nunca y que parecía tener gran valor.  No sabía que decir.
 —Dentro de poco he de continuar mi camino y tengo algo muy importante que hacer.
  —He guardado la carga valiosa que había en el barco, te la mostraré. —dijo.
—No te preocupes por eso ahora. Ya hablaremos de eso.
— ¿A dónde te marchas?
—He de encontrar a mi amada. Se llama Aileen, Sé que se encuentra más allá de esta tierra, en algún lugar más allá del reino de los Atlantes.
    ¿Los Atlantes? ¿Quiénes son? Más allá no hay nada conocido.
—Sí que lo hay. Voy a contarte una historia:

   Hace años, vivía en Atenas donde nací y me eduqué. Era joven y fuerte. Competí en los juegos olímpicos que se celebraban cada cuatro años y llegue a ser campeón lanzando la jabalina, era muy conocido. Por aquella época conocí a una muchacha de pelo ensortijado y ojos de azabache: mí amada Aileen. Me enamoré de ella y su amor también fue correspondido, sin embargo nuestro idilio no podía llevarse a cabo pues su padre,  un rico comerciante llamado Alcander, la había prometido a  Gadiro, un rey del reino de los Atlántes. El padre de Aileen se opuso a nuestra relación y ante el temor de no poder celebrar el compromiso la envió con su prometido a La Atlántida. Antes de que nos separaran le prometí que la encontraría donde quiera que estuviese. Solo tenía un objetivo, buscar aquel lugar. Esta tierra era una isla frente a las Columnas de Hércules y la descrita como una isla más grande que Libia y Asia juntas. Dicen que era una tierra escarpada, a excepción de una gran llanura de 3000 por 2000 estadios, rodeada de montañas hasta que fue el hogar de una de los primeros habitantes de la isla, Evenor, y que tuvo una hija llamada Clito. Cuentan que Poseidón era el amo y señor de las tierras atlantes, porque cuando los dioses se habían repartido el mundo, la suerte había querido que a Poseidón le correspondiese, entre otros lugares, la Atlántida. Este dios se enamoró de Clito y para protegerla, o mantenerla cautiva, creó tres anillos de agua en torno de la montaña que habitaba su amada. La pareja tuvo diez hijos, para los cuales el dios dividió la isla en respectivos diez reinos. Al hijo mayor, Atlas, le entregó el reino que comprendía la montaña rodeada de círculos de agua, dándole, además, autoridad sobre sus hermanos. En honor a Atlas, la isla entera fue llamada Atlántida y el mar que la circundaba, Atlántico. Su hermano gemelo era Gadiro y gobernaba el extremo de la isla que se extiende desde las Columnas de Hércules hasta la región que se denominaba Gadírica. Favorecida por Poseidón, la tierra insular de Atlántida era abundante en recursos. Había toda clase de minerales, destacando el Oricalco, un mineral, más valioso que el oro para los atlantes y que utilizaban en ceremonias religiosas. La isla era  tenía también bosques que proporcionaban ilimitada madera; numerosos animales y copiosos y variados alimentos provenientes de la tierra. Tal prosperidad dio a los atlantes el impulso para extender sus dominios. Los reinos de la Atlántida formaban una confederación gobernada a través de leyes escritas en una columna de Oricalco, en el Templo de Poseidón. Las principales leyes eran aquellas que disponían que los distintos reyes debieran ayudarse mutuamente, no atacarse unos a otros y tomar las decisiones concernientes a la guerra, y otras actividades comunes, por consenso y bajo la dirección de la estirpe de Atlas. La justicia y la virtud eran propias del gobierno de  los atlantes. Estos comenzaron una expansión que los llevó a controlar los pueblos de Libia hasta Tirrenia.
Aileen no era feliz en aquella tierra, a pesar de tener lo que quisiera. Un día llegaron a la isla unos comerciantes y se enteró de que yo la estaba buscando. Entonces planeó escapar para reencontrarnos. Gadiro fue llamado a marchar junto a sus compañeros  en nuevas conquistas y sabiendo de los planes de Aileen, la dejó cautiva hasta que volviese. Sin embargo, a pesar de la estrecha vigilancia pudo burlar a sus captores y emprender la búsqueda de su amado. Cuando los hombres de la isla trataron de someter a Grecia y Egipto, fueron derrotados por los atenienses. Cuentan que los dioses decidieron castigar a los atlantes por su soberbia y que un gran cataclismo hizo desaparecer en el mar la isla donde se encontraba el reino. Pero yo sé que ella logró escapar, que está viva en algún lugar, lo presiento y tal vez se encuentre en alguna de estas tierras.
Cuando Argos terminó de contar su historia, Bartar se quedó largo rato pensando.  Luego dijo:—Querido amigo, ese cataclismo que cuentas debe de ser cierto. Hace algunos años una gran inundación proveniente del mar llegó a nuestra isla causando muchos heridos y daños terribles. Mi familia pereció y gran parte de la tierra quedó sepultada bajo las aguas. Cuando pasó la furia del mar, mucha gente de otros lugares llegó a estas islas. No tengo a nadie. Si quieres, te ayudaré a buscar a tu amada.
—Te debo la vida mi buen Bartar, —dijo Argos— sin tu ayuda todo habría acabado para mí. Si quieres acompañarme eres bienvenido. 
—Así sea—respondió el otro. — ¿Cuándo partimos?  
 —Prepara todo lo necesario, saldremos prontamente.

   En ese momento el aire se hizo más húmedo, el viento comenzó a ulular y en el cielo aparecieron las primeras nubes. Se avecinaba una nueva tormenta. El vengativo Poseidón volvía a despertar, advirtiendo, que el dios del mar no permitiría que nadie le arrebatase lo que consideraba suyo.


Pepe Zaldívar