Sin saber muy bien hacia dónde va, ni con quién va, ni por qué va, sin importarle mucho siempre que sea hacia delante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante. Javier Cercas, "Soldados de Salamina".

sábado, 16 de abril de 2011

LA NIÑA DEL BEATERIO


     De las tempranas noches de otoño e invierno, y de las noches más noches porque no había luz, tengo recuerdos para siempre grabados en algún huequecito de mi memoria.
     De entre ellos destaca una historia muy antigua que contaba mi abuela de cuando ella era joven y la oíamos todos con escalofriante silencio subiéndonos y bajándonos por la espalda y los hombros, mientras íbamos arrimando de vez en cuando los asientos unos a otros para estar más juntos.
     Casi siempre el centro de la reunión era una capacha de esparto con guisantes y habas para desgranar y una vasija grande, donde todos los que colaborábamos en ello, íbamos echando las bolitas verdes que salían de las vainas.
     A mí me llamaban mucho la atención las de las habas, pelusonas y suavitas por dentro, que al pasar el dedo, por muy mansamente que lo hiciera, siempre perdían la esponjosidad y era por eso que sólo las miraba.
     Todos los recuerdos de mi niñez están envueltos en el papel de regalo de las restricciones de luz; no existe uno sólo que no se achique y agrande en la pared al compás de la llamita del quinqué.
     Había una alcayata enorme clavada en la pared,  no se para qué serviría, que avanzaba y retrocedía en un paso que nunca llegó a dar.
     Las bombillas de la pretenciosa lámpara, que casi siempre estaban de vacaciones, subían y bajaban como en el tiovivo de una feria donde no había ni chocolate ni churros.
     Los hierros azules de las camas metálicas, se movían para los lados y las pompas de jabón del lebrillo de fregar, tenían más colores que las de ahora.
     Dirigiendo aquel coro la voz de mi abuela, cascada pero segura, recontaba la historia de muchos atardeceres pasados y por venir.
-          Era una muchacha muy joven y muy guapa. Sus padres la habían tenido ya mayores y no tuvo más hermanos. Tenían un tabanco en la planta baja de la casa que habitaban, la cual hacía esquina y vendían vino para la calle.
     Aquellos preámbulos sin importancia para nosotros – mi primo, alguna niña vecina, mi madre que planchaba, mi tía y yo – servían para empezar a pelar aquel cargamento que al principio parecía interminable.
-          Desde niña aprendió a bordar muy bien y lo hacía para encargos de ropa de iglesias y para ir haciendo su ajuar.
-          Se la veía desde la calle coser sentada en una silla de eneas nueva que le habían traído de un pueblo; tras los visillos del cierro sonreía a sus dulces pensamientos y a la grata vida que llevaba junto a sus padres y su prometido que la querían mucho.
-          Todas las mañanas salían a misa su madre y ella y al mercado más tarde. Era apreciada por todos los que la conocían por su sencillez y agrado....
Recuerdo entre los recuerdos, la mezcla de envidia y celos que despertaban en mí los comentarios de admiración de mi abuela; la imaginaba ñoña y cursi.
-          ..... pronto se iba a casar; las dos familias se respetaban y veían con buenos ojos aquella unión para la cual ultimaban los preparativos, cuando empezaron a ocurrir hechos extraños que pronto circularon de boca en boca.
-          “La niña del Beaterio – ese era el nombre de la bodeguita – está enferma de los nervios. Dice que por las noche se mete en su cama algo que le tira de los cabellos y se los arranca; la han llevado a varios médicos de la capital y no le encuentran nada, sólo que le faltan pelos”.
-          “La niña del Beaterio está peor; corre y grita por la casa a media noche como una loca”.
-          “La niña del Beaterio duerme en la cama de su madre, con ella, y su padre en otra cama junto a la puerta; desde entonces no nota nada”.
Pobrecita, decía mi abuela; parece como si la estuviese viendo: delgada, ojerosa, triste y además la gente la miraba y trataba de forma diferente.
-          “Dicen que se va a casar antes; pobre muchacho, cargar con esa cruz”.
-          “Ya duerme en su cuarto otra vez; me lo ha dicho la vecina de enfrente que ve la luz del reverbero hasta tarde encendida y su madre la acompaña hasta dejarla dormida”.
-          “Pobre mujer, cuanto debe sufrir”.
   Yo pensaba en que mi madre no se iría y que no me dejaría sola hasta por la mañana; mientras a mi abuela se le iba poniendo la cara triste a medida que se adentraba en el relato.
 -  Los preparativos estaban dando a su fin para acelerar una boda                 que pensaban que sería el remedio a tan grave problema – continuaba  diciendo -. Había gran curiosidad en el pueblo, incluso división de opiniones.       
-          “Yo no dejaría a mi hijo cometer esa locura...”
-          “Sería un malvado si la abandonara ahora...”
Pero la tragedia seguía y sólo conocía la verdad la pobre niña que se quedaba en el dormitorio encerrada, ya que no quería que su madre siguiera velándola.
Acostada, y con sólo la claridad de las luces de los faroles de la calle, que el farolero encendía al atardecer y entraba filtrada por los visillos, escuchaba cómo se iba acercando aquella respiración entremezclada de leves ronquidos, a la vez que los latidos de su corazón le lastimaban el pecho; notaba cómo  por una de las patas de la cama, siempre la misma, subía algo lento y seguro.
No servía de nada que se arrebujase en la ropa, ni que se pusiera un gorro de hule que había confeccionado a escondidas de sus padres y tenía en gran secreto; aquello, siempre encontraba su cabeza después de remetérsele por la ropa y por el hule.
Ella misma, a veces, se quitaba el gorro o no se lo ponía, para que aquel sufrimiento terminase antes; sentía leves pellizcos por el cuerpo hasta llegar al cuello, a los hombros, a su nuca, a su trenza que con tanto esmero cuidó siempre y no tenía valor de cortar.
Allí se paraba aquel terror y sollozando rezaba sin atreverse a mover para que la pesadilla concluyese antes de perder el dominio y salir gritando, asustando de nuevo a sus pobres padres que creían que todo había terminado.
Las gotas de sudor se unían a sus lágrimas, mientras apretaba fuertemente el dije que tenía colgado al cuello con una miniatura del rostro de su novio.
El horror y el sufrimiento eran tan grandes, que lo menos importante para ella era el dolor de que le estuviesen arrancando el cabello uno a uno, hasta el momento  en que aquel ser empezaba a descender por donde mismo había subido y desaparecía junto con su respiración y sus ronquidos.


Al día siguiente se casaba.
El vestido de novia colgaba de una percha de madera enganchada a una cuerda de pita forrada de raso blanco que atravesaba su cuarto, sujeta a dos cáncamos clavados en la pared para este menester.
Desde la cama lo miraba todo con la mayor de las amarguras: ¡qué diferente sería  si no le estuviese ocurriendo algo tan aterrador!.
La gente decía que al casarse y tener hijos los nervios se le pondrían buenos.
Los médicos aseguraban que no estaba enferma, que posiblemente ella sola se arrancase el pelo durante las pesadillas.
La noche anterior había sentido tanto pavor, que se había orinado de miedo.
El pensamiento avergonzado  de imaginar que su marido la viese en aquellos estados, que sólo ella conocía, le hacía sentir una gran tristeza y una profunda soledad.
¿Cómo podría cuidar a unos hijos si era ella quien necesitaba que la cuidasen?. ¿Qué clase de esposa y madre podría ser?.
Nadie creía lo que decía; incluso ella misma estaba empezando a confundir la realidad con las conclusiones ajenas.
Miró a su alrededor.
Las flores secas que adornaban su cuarto. Las macetas del cierro que con tanto cariño cuidaba. Los muebles de caoba regalo de sus abuelos. La silla baja de asiento de eneas y cojín de cretona que conocían sus más felices sueños y que le parecían ahora tan lejanos. Los humidificadores de cristal labrados – siempre con agua – para proteger las ricas maderas. Los encajes de bolillos elaborados a medias con su madre – tal era la unión de ambas –. Una foto de sus padres....
Lentamente se levantó y se vistió de novia.
Besó todas las prendas de interior que poquito a poco y llena de ilusión había bordado, antes de colocárselas como en un rito.
No encendió la luz; con la claridad de la calle se veía perfectamente reflejada en el espejo de su palanganero.
-          “¿No te has enterado?. La niña del Beaterio se ha arrojado esta noche desde la azotea de su casa a la calle vestida de novia. Allí está en el suelo y están esperando que venga el juez para levantar el cadáver”.
     Pasó un tiempo - concluía mi abuela – y cierto día entró en la habitación de la pobre niña su madre para encontrar algún consuelo mirando sus recuerdos; cual no sería su sorpresa, al ver en la silla de eneas traída del campo poco antes de que comenzaran los hechos que ya conocemos, y encima del cojín de cretona,  a varios lagartos recién nacidos y a su madre al lado, una lagarta muy grande cubierta con los restos de cabellos de la trenza de su hija muerta, que habían sido utilizados para formar el nido dentro del asiento y poder allí depositar sus huevos.
                  Mª Pepa  Castro  Higueras

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