Sin saber muy bien hacia dónde va, ni con quién va, ni por qué va, sin importarle mucho siempre que sea hacia delante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante. Javier Cercas, "Soldados de Salamina".

sábado, 19 de marzo de 2011

DÍMELO EN LA CALLE

     Era un martes frío, de color ambarino, casi sepia. Era otoño, rondaban las diez de la noche y yo me encontraba, como siempre, solo. Con una copa de Jack Daniels asida fuertemente entre mis trémulas manos, intentando apaciguar, sin éxito, una migraña tan dolorosa como un dolor de muelas. Tan aciago era el daño, que a pesar de que soy ateo pensé –No permita la Virgen que aumente la intensidad.

Hastiado ya de tanto estar conmigo, me dispuse a salir, a tomar una copa. Básicamente a estar conmigo en un lugar donde todo ser humano presente está acompañado al igual que yo, tan solo por el mismo. Ese antro no era otro que el Café de Nicanor, lugar para adictos a los depresivos antidepresivos. Allí se congregan, a cualquier hora del día, melancólicos peces de ciudad a zambullir sus lágrimas de plástico azul en placebos fluidos destilados. 

Cuando atravesé el umbral de aquella caverna, tras haber sido saludado con un vahído mohín de un portero grimoso, me percaté de que sonaba el dial 69 punto G, radio local que fomenta aun más la atmósfera existente en este tipo de locales. Tras unos tristes acordes del final de no sé muy bien que pieza musical, empezó a sonar la que a mi entender es la canción más hermosa del mundo, Calle Melancolía, de Sabina.

Justo en el instante en que empezaba a visualizarme a mí mismo sentado en un portal de mi calle, silbando la famosa melodía, una sugerente, aunque agrietada voz, se dirigió a mí.
- ¿Estás solo?
- ¿Alguien no lo está en este bar?- contesté. A lo que siguió una mueca que interpreté como una sonrisa.

Estaba alucinando, una atractiva, aunque curtida fémina, estaba entablando conversación conmigo. Y no solo eso, me enfrasqué en obscenos aunque lícitos pensamientos dada la situación. Ya eyaculé y todo en mi metafísica imaginación, cuando ella aun no había tomado asiento en el taburete anexo al mío. Aunque no demoró en hacerlo.
–Apuesto a que estás harto de tanta soledad-dijo ella.
-Eres atrevida. ¿Sabes? Yo también se jugarme la boca, siempre he caminado sobre arenas movedizas- contesté recreándome en mi ocurrencia.

Los minutos corrieron tanto en lo que se extendió nuestra inusitada y térmica conversación, que creí haberme encontrado con la mujer de mi vida, tanto lo creí, que le dije –Vámonos pal sur, tu y yo, con mi coche, sin rumbo, sin brújula- A lo que ella, en un cambio brusco de actitud me inquirió -¿Sabes? Acabas de estropearlo todo, cuando me hablan del destino huyo. Y planear un viaje con alguien a lo Bonny and Clyde es cuanto menos un intento de alargar una cuestión de carácter mucho más perecedero- La risa se apoderó de mí, imagino que por mi ridícula actuación, y no atiné a decir otra cosa que –Semos diferentes.

Mientras aquella mujer de la que nunca sabré su nombre, se alejaba hacia la puerta del bar, mi risa se iba disipando, se transformaba en un rugido sordo y ahogado. Estaba empezando a ser consciente de lo que acababa de hacer, había sido mi única oportunidad en lustros de tener algo de compañía sin ánimo de lucro, y se acababa de ir por el desagüe. Comenzó a renacer la migraña y la neurosis, mientras en la boca, un sabor amargo penetraba mis papilas, amargo como el café, como el dolor, como la soledad. Como las camas vacías.

                                 Joaqui M.A.

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