Sin saber muy bien hacia dónde va, ni con quién va, ni por qué va, sin importarle mucho siempre que sea hacia delante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante. Javier Cercas, "Soldados de Salamina".

jueves, 7 de abril de 2011

Mi propia guerra

Henry Kissinger me llamó, me dijo "tienes que defender a tu país, soldado". ¿Defender a mi país?, yo sólo quiero jugar al ajedrez y ganar dinero, en realidad no sé hacer otra cosa, no me interesa nada mas.

La maldita Guerra Fría hacía años que atemorizaba al planeta. Un gran invento, sí señor, para obligarnos a hacer lo que ellos quisieran. Yo odiaba a los malditos rusos por su dominio en el ajedrez, por la altivez y prepotencia que desplegaban en los encuentros,  pero los admiraba, incluso aprendí ruso para poder estudiar sus tratados, para analizarles. Vencerlos en el ajedrez era mi guerra. Lo demás me importaba un bledo.

El avión hacía días que me esperaba, y yo no hacia otra cosa que comer, dormir y jugar esperando mi momento. La llamada fue ese momento. Puse mis condiciones, sobre todo quería mas dinero y lo conseguí, pero al viejo le dejé creer que lo hacía por sus patrañas patrióticas.

Aunque tenía miedo, tenía pánico a perder y a ganar. Paradójicamente, las dos opciones me dejaban sin razón de ser. Este maldito juego me absorbía, me llenaba de amargura en la derrota y de una enfermiza y hueca soberbia en la victoria. Pero quería ganar dinero, hacerme muy rico para seguir jugando toda mi vida y mandar al infierno a todo y a todos, como hizo mi padre cuando nos abandonó.

Mi contrincante sería Spassky, un gran jugador que me había vencido en el pasado. Aparentemente seguro de sí mismo, se creía capaz de concentrarse en el juego y de aislarse del resto. Yo sabía además que llevaba sobre sus hombros la responsabilidad de ganar sí o sí.  Él estaba muy presionado por toda la propaganda oficial  que le hacían creer en el encuentro, como si de una contienda real se tratase donde el honor y el orgullo de su país estaban en juego. A esto, algunos lo llamaban tener ideales,  yo prefería pensar que era debilidad, porque necesitaban de razones externas al propio juego para convencerse de poder ganarme.

Yo partía con ventaja. A mi no me calaba toda esa propaganda que desde mi país intentaba hacerme parecer un héroe, como el David capaz de vencer a la poderosa maquinaria rusa que utilizaba el ajedrez como forma de decirle al mundo: Aquí estamos nosotros, somos los mejores. Unos y otros consiguieron convertir el tablero en una contienda bélica en la que la mitad del mundo se vistió de blanco y la otra mitad de negro.

Si hubieran podido leer mi mente en esos momentos se habrían quedado boquiabiertos porque no paraba de maldecirlos y me decía constantemente: "malditos rufianes, continuad con vuestras guerras que yo me quedaré con vuestro dinero".

Las televisiones del mundo entero hablaban continuamente de la denominada Partida Del Siglo y mostraban imágenes sobre mí que me hacían parecer un ser antipático y prepotente,  claramente antisocial.Pero yo sabía que no era mas que una fachada edificada para esconder mi timidez, mi incapacidad para adaptarme a una sociedad que nunca había entendido y en la que no había hueco para mí.
Por eso, cuando mi madre me regaló mi primer tablero, comprendí enseguida que esa era mi única opción para seguir vivo;  encontré en el ajedrez algo que imitaba a la vida real o, ¿es la vida la que imita al ajedrez?. Pocos años después abandoné los estudios y puse mis 180 de coeficiente intelectual al único cometido de mi vida. A veces, me sorprendía pensando que hubiera regalado la mitad de ese coeficiente con tal de ser una persona normal, de esas que se emocionan viendo una película o se entretienen leyendo un libro, que van a los partidos de béisbol con sus hijos y que engañan de vez en cuando a sus dulces esposas. O sencillamente,  capaz de perder el tiempo sin hacer nada, dejando la mente fluir lánguidamente. Conseguir que la mente descansara, que cesara de mostrarme estrategias, ataques, piezas que caen,  ganar, perder.

Cuando bajé del avión en Helsinki ya tenía una estrategia diseñada.  Iba solo, sin representantes ni asesores y enfrente tendría a mi oponente apoyado por los mejores maestros rusos y por sus valiosísimas bases de datos. Así que busqué la forma de enfrentarme a él solo. Me había dedicado en cuerpo y alma a este deporte y sabía todo lo que había que saber. Mi mente era como una máquina y era capaz de anticipar jugadas veinte movimientos antes de que se produjeran,  pero había aprendido sobre todo  que la fortaleza sicológica era clave. A socavar la de Spassky dirigí mi plan.

Premeditadamente, no me presenté el día señalado de comienzo del campeonato con lo que, el pomposo y ritual acto de inauguración se hizo sin mí. Conseguí ponerlos muy nerviosos y algunos comenzaron a hablar de grave afrenta y de que el campeonato debería suspenderse. Pero allí estaba Spassky para decir que debía continuar.
La primera partida dejé que la ganara él permitiendo que siguiera creyendo en su superioridad. En la segunda alegué que una cámara de televisión me molestaba y abandoné haciendo que se la adjudicaran.

Para continuar, seguí poniendo condiciones y en un momento determinado, provoqué un incidente con el árbitro, lo mandé a callar. Sorprendentemente, Spassky no dijo nada, se quedó callado. Hubiera podido decir: "en estas condiciones no puedo continuar" y marcharse. Todo el mundo lo hubiera entendido y lo mas importante es que hubiera creado una enorme presión sicológica sobre mi. Sin embargo, aceptando mi actitud, asumía una situación sicológica de inferioridad, intentando de alguna manera devolverme la deuda de la segunda partida, no quería regalos, quería ganarme en el tablero. Pero yo sabía que acababa de minar su intelecto, que estaba condenado.


A partir de ahí comenzamos el campeonato de verdad, dejé de protestar y de poner condiciones y me dediqué por completo a jugar como una computadora sin alma, mientras de soslayo observaba su tormento. En la partida veintiuno hice un movimiento y esperé al suyo. El se quedó estudiando el tablero largo tiempo, yo me levanté y me fui a mi habitación. Al cabo de un tiempo, Spassky da por perdida la batalla y yo gané.

A veces pienso en él ahí solo, mirando una y otra vez la jugada. ¿Qué pensaría?.

Yo sencillamente desaparecí.

Muchos años después,  tuve problemas con mi antiguo país e intentaron extraditarme cuando estaba en un aeropuerto de Japón. Entonces Spassky hizo una cosa sorprendente: escribió una carta a Bush pidiéndole que si me detenían lo hicieran también con él, para que así pudiéramos seguir jugando juntos.
                                                                                                      Toñi B.

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