Sin saber muy bien hacia dónde va, ni con quién va, ni por qué va, sin importarle mucho siempre que sea hacia delante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante. Javier Cercas, "Soldados de Salamina".

martes, 8 de febrero de 2011

La Huida

   Le dolían tanto los pies que no tuvo más remedio que parar. Hacía calor, buscó la sombra de un árbol cercano y se sentó. La puntera del pié derecho le escocía mucho, seguramente tendría una ampolla. Solo al descalzarse se dio cuenta de lo cansado que estaba. Miró la hora y se dio cuenta que faltaba poco para el mediodía. No sabía muy bien cuanto le quedaba aun por recorrer. Consultó el mapa que guardaba en la mochila para situarse y calculó la distancia que faltaba para llegar a la próxima ciudad. Llevaba ya muchos días de camino. Cerró los ojos y aspiró el aire campestre con olor a tomillo, a flores, a primavera. Estiró las piernas y poco a poco se fue olvidando del cansancio.
   Un murmullo de risas y sonidos varios envolvía el ambiente. Un niño, que le recordaba a él mismo, montaba en bicicleta ante la mirada protectora de su madre. Su padre reía y conversaba junto a una plancha donde se asaba carne. De repente apareció un coche; de él bajaron dos hombres con uniformes de policía. Ahora todos miraban al niño, los rostros ya no sonreían y todo se quedó en silencio. El miedo le acometió de súbito, quiso huir de allí pero las piernas, por algún inexplicable motivo, no le respondían. Los hombres se acercaban, el temor crecía, algo le sujetaba, tenía que correr, correr, correr…Se incorporó de golpe, bañado en sudor. A su alrededor no había nadie. Se había quedado dormido y todo era una pesadilla.
   Bebió un trago del agua, ya caliente, comprada el día anterior, mientras pensaba de nuevo en los acontecimientos de las últimas semanas, cuando estuvo en aquella fiesta y conoció a aquella chica. No es que fuese especialmente guapa—en verdad ni se había fijado en eso siquiera—pero la le llamó la atención, tenía un buen tipo o quizás fuese el vestido tan ceñido que llevaba,  tal vez  fuese la forma de mirar entornando los ojos o el movimiento de su larga melena. La estuvo observando un buen rato hasta que ella le devolvió la mirada con una sonrisa. No sabía la edad que tenía, no le importaba demasiado y se decidió a entrarle. La química surgía entre copa y copa. Bailaron y rieron durante toda la noche y casi final él le dio un beso que fue correspondido. Le propuso tomar una copa en su casa y ella aceptó. Salieron de la fiesta ya de madrugada a una hora que no supo precisar, hacía frío y las calles estaban vacías. Entonces empezó a sonar su teléfono móvil, a decir verdad ya había sonado varias veces durante la noche. Contestó, al principio su voz solo emitía monosílabos para cambiar muy pronto a un tono más cálido. Se apartó de él durante unos minutos y cuando regresó ya no era la misma chica alegre y divertida para convertirse en alguien frío, ausente, que le miraba sin verle y sonreía pensando en otra cosa. Supo que aquella llamada lo había cambiado todo y sintió algo parecido a la humillación cuando le dijo que no iba a ir con él a su casa.
— ¿Quién era el del teléfono? ¿No me dijiste que no tenías novio?—le inquirió.
—No tengo por qué darte explicaciones—respondió.
—Eres una calientabraguetas—dijo, sintiendo que la ira iba invadiéndole.
    ¿Quién te crees que eres, gilipollas? ¿Acaso piensas que me iba a ir con el primer tonto que se me acerca?—respondió desdeñosamente—y comenzó a reírse de él mirándole con una mueca en su boca de desprecio.
    ¡Golfa!—le gritó.
   Lo que vino después no lo tenía tan claro. Ella se abalanzó sobre él intentando golpearle. Intentó esquivarla pero una de sus manos le hirió en la cara. La empujó con fuerza y cayó al suelo, el golpe fue seco y se quedó inmóvil en el pavimento. Se quedó paralizado, sin saber que hacer, mirándola, el tiempo pasaba pero ella no se movía; la calle seguía desierta, y de pronto como si de un resorte se tratara, se alejó de allí a toda prisa.

   Correr, correr y correr, es todo lo que había hecho en las dos últimas semanas. Cuando llegó a casa aquella madrugada supo que ya no podría quedarse en la ciudad. Descartó la idea de ir a la policía, le harían preguntas y de todas formas acabaría pasando por un juzgado, además muchas personas le habían visto bailar con ella esa noche y estaba lo del arañazo en su cara y todo se complicaría demasiado para demostrar que fue un accidente. Así que cogió una mochila grande que tenía, metió ropa y lo imprescindible para salir de viaje y con las primeras luces salió a coger el primer tren que lo llevara muy lejos. Llegar a la frontera le llevó tiempo; la huelga de controladores aéreos le impedía coger ningún avión y tuvo que utilizar varios medios de transportes, días de espera entre unos y otros, pernoctar en ciudades distintas, intentar pasar desapercibido. Los periódicos no se hicieron eco de la noticia ni tampoco los telediarios ¿Puede que después de todo no hubiese muerto? Quien sabe, de cualquier forma no se quedaría para comprobarlo.
   El autobús paró justo después de pasar  la aduana, unos policías subieron y empezaron a pedir la documentación a algunos pasajeros. Sintió una punzada de inquietud en el estómago, los policías observaban y pedían la documentación al azar, a veces hacían preguntas y continuaban pidiendo papeles, parecían que buscaban algo. De pronto se dio cuenta que no sabía exactamente hacia donde se dirigía, ni que respondería si le preguntaban, un policía se le quedó mirando pero pasó de largo, sentía los latidos del corazón golpeándole el pecho. Una parada más tarde se apeó del vehículo y decidió ir por caminos alternativos lejos de los controles. Solo quería seguir adelante lo más lejos posible,  se sentía como un barco que navega sin rumbo fijo, sin saber muy bien donde va, con quien va, sin importarle mucho siempre que sea hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante.

Pepe Zaldivar
  

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